En el año 1348 una misteriosa enfermedad se abatió sobre Europa. Como si de un azote bíblico se tratara, penetró en todos los estados y los cubrió con un manto de muerte. Desbarató familias, arruinó ciudades y campos, asoló regiones enteras y se llevó a la tumba a casi la tercera parte de la población.
Se trataba dela Peste Negra.
Se trataba de
Ahora bien, ¿qué sabían de la peste los hombres medievales? ¿Cómo se originaba? Demasiados interrogantes para una época en la que el desarrollo de la ciencia era aún tan escaso que no sólo se desconocían los principios más elementales del contagio y de la transmisión de enfermedades, sino que incluso se ignoraba la importancia de la higiene en esta materia.
Los pocos hospitales que existían, casi todos dependientes de órdenes religiosas, ni siquiera disponían de personal y de medios adecuados, aunque se estaba realizando un verdadero esfuerzo por paliar estas deficiencias. Por otra parte, pocos tratados de medicina eran fiables. Casi todos ellos recomendaban las mismas técnicas, desarrolladas por los antiguos griegos, dando por completo la espalda a los profundos conocimientos de medicina de musulmanes y judíos, auténticos depositarios y continuadores del saber helenístico y oriental.
Los pocos hospitales que existían, casi todos dependientes de órdenes religiosas, ni siquiera disponían de personal y de medios adecuados, aunque se estaba realizando un verdadero esfuerzo por paliar estas deficiencias. Por otra parte, pocos tratados de medicina eran fiables. Casi todos ellos recomendaban las mismas técnicas, desarrolladas por los antiguos griegos, dando por completo la espalda a los profundos conocimientos de medicina de musulmanes y judíos, auténticos depositarios y continuadores del saber helenístico y oriental.
Desde un principio, y en un momento en el que el hambre, la miseria y las guerras se enseñoreaban de toda Europa, el poco valor que llegó a adquirir la vida hizo que un sector considerable de la sociedad se inclinara por explicaciones de tipo religioso.
Las gentes pensaron que el motivo de sus desgracias se debía a una terrible decisión divina que utilizaba la peste como castigo contra las iniquidades de los hombres.
La cólera de Dios, presente en la Historia desde los primeros escritos bíblicos, caería sobre una sociedad corrupta que, deliberadamente, se había apartado del Creador eligiendo el camino del pecado.
El pánico colectivo que se adueñó de la gente, la sensación de impotencia frente a una enfermedad que se consideraba incurable, así como el interés de la Iglesia por atraer a unos fieles descarriados, explica que las primeras medidas aconsejadas, y seguidas en todos los países, consistieran en hacer «procesiones y limosnas en honor de Dios».
Las poblaciones, que observaban aterradas cómo sus vecinos iban cayendo un día tras otro y cómo los remedios de su medicina tradicional no daban ningún resultado, acudían presurosas a la calle sacando las reliquias de las iglesias, dirigiendo la vista al cielo y organizando largas ceremonias que se acompañan de todo tipo de rituales.
Otros sectores, sin embargo, entendieron que la causa de la epidemia radicaba en la influencia de los astros y la achacaban a la conjunción de determinados planetas —Júpiter, Marte y Saturno—, o bien al efecto pernicioso de los eclipses. El desconcierto inicial dio lugar también a otras curiosas interpretaciones, como por ejemplo la de asociar la enfermedad con extranjeros o viajeros que recoman la región.
Más interesante aún que las causas externas de la enfermedad —origen divino, conjunción de planetas, extranjeros, judíos...— son las explicaciones que ofrecía la rudimentaria medicina de la época.
Así, en una crónica de la ciudad de Mallorca podemos leer la siguiente afirmación: «Las enfermedades que ahora hay vienen y proceden de la superabundancia de sangre, como los dichos médicos dicen y de eso tienen experiencia.»
Semejante diagnóstico, uno de los más generalizados durante la Edad Media, seguramente pudo estar motivado por la observación directa de los apestados, que en el último período de la enfermedad padecían hemorragias bajo la piel por todo el cuerpo.La extracción de esta «sangre mala» se convirtió en una de las principales obsesiones del hombre medieval.
Los efectos de las sangrías eran inmediatos: los enfermos febriles lograban cierta calma y entraban en un estado de adormecimiento, lo cual, según los médicos, constituía un claro síntoma de mejoría.
Sin embargo, la pérdida de sangre provocaba una debilidad mucho mayor del paciente, que quedaba sin defensas y acababa muriendo irremisiblemente.
Las gentes pensaron que el motivo de sus desgracias se debía a una terrible decisión divina que utilizaba la peste como castigo contra las iniquidades de los hombres.
La cólera de Dios, presente en la Historia desde los primeros escritos bíblicos, caería sobre una sociedad corrupta que, deliberadamente, se había apartado del Creador eligiendo el camino del pecado.
El pánico colectivo que se adueñó de la gente, la sensación de impotencia frente a una enfermedad que se consideraba incurable, así como el interés de la Iglesia por atraer a unos fieles descarriados, explica que las primeras medidas aconsejadas, y seguidas en todos los países, consistieran en hacer «procesiones y limosnas en honor de Dios».
Las poblaciones, que observaban aterradas cómo sus vecinos iban cayendo un día tras otro y cómo los remedios de su medicina tradicional no daban ningún resultado, acudían presurosas a la calle sacando las reliquias de las iglesias, dirigiendo la vista al cielo y organizando largas ceremonias que se acompañan de todo tipo de rituales.
Otros sectores, sin embargo, entendieron que la causa de la epidemia radicaba en la influencia de los astros y la achacaban a la conjunción de determinados planetas —Júpiter, Marte y Saturno—, o bien al efecto pernicioso de los eclipses. El desconcierto inicial dio lugar también a otras curiosas interpretaciones, como por ejemplo la de asociar la enfermedad con extranjeros o viajeros que recoman la región.
Más interesante aún que las causas externas de la enfermedad —origen divino, conjunción de planetas, extranjeros, judíos...— son las explicaciones que ofrecía la rudimentaria medicina de la época.
Así, en una crónica de la ciudad de Mallorca podemos leer la siguiente afirmación: «Las enfermedades que ahora hay vienen y proceden de la superabundancia de sangre, como los dichos médicos dicen y de eso tienen experiencia.»
Semejante diagnóstico, uno de los más generalizados durante la Edad Media, seguramente pudo estar motivado por la observación directa de los apestados, que en el último período de la enfermedad padecían hemorragias bajo la piel por todo el cuerpo.La extracción de esta «sangre mala» se convirtió en una de las principales obsesiones del hombre medieval.
Los efectos de las sangrías eran inmediatos: los enfermos febriles lograban cierta calma y entraban en un estado de adormecimiento, lo cual, según los médicos, constituía un claro síntoma de mejoría.
Sin embargo, la pérdida de sangre provocaba una debilidad mucho mayor del paciente, que quedaba sin defensas y acababa muriendo irremisiblemente.
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